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La conspiración del harén

La conspiración del harén

Ramsés III

Saludos mágicos:

La magia, la creencia en fuerzas superiores capaces de alterar las leyes de la naturaleza, no tiene mucho que ver con el ilusionismo. De modo que este blog se detendrá poco o nada en ella, salvo alguna justificada licencia excepcional, como la que motiva este artículo.

Se trata de una historia que refleja como pocas la confianza ciega que Egipto depositó en la magia. Es importante hacerse una idea de hasta que punto influyó en la sociedad egipcia porque esa creencia incondicional fue la que provocó que, para recrearla fraudulentamente, se idearan prodigiosos efectos de ilusionismo en los que el autor quedaba oculto para hacerlos así parecer obra de los dioses. Y no solo. La esencial fe en la magia nos dejó simbologías y recursos aún hoy válidos para nuestra parafernalia mágica. Entre ellas, la varita o las famosas palabras mágicas.

Las muestras de aquella determinante confianza en la magia son numerosas. Pero la que apuntó más alto, la más ambiciosa y osada de todas las refrendadas históricamente, tuvo como objetivo el regicidio de un significativo faraón. Registrada en varios papiros, ha sido confirmada, en lo que a él y al hijo conspirador concierne, por modernas investigaciones efectuadas a sus momias.

La víctima de aquella historia de intrigas, conocida como “La conspiración del harén”, fue Ramsés III (1184 – 1153 a. C.), el último gran faraón de Egipto, victorioso combatiente frente a las repetidas invasiones de los Pueblos del Mar y constructor del magnífico complejo de Medinet Habu.

De los conjurados, poco se sabe, al omitirse en los papiros y a propósito su identidad. Solo se les nombran con seudónimos, en su mayoría despectivos. De este modo, según las creencias religiosas egipcias, se les privaba del acceso a la vida eterna en caso de que alguien hubiera procurado, con algún conjuro mágico, redimirlos llamándolos por su nombre propio.

Relieve de Ramsés III (templo de Khonsu, Karnak (fotografía: Asavaa)

El complot lo urdió Tiyi, una de las mujeres de Ramsés III, quizá al sentirse agraviada porque éste nombrara heredero al hijo de otra de sus consortes.

Decidió propiciar la llegada al trono de Pentaur, su primogénito, y maquinó el modo de asesinar a Ramsés III. Contó con el apoyo de destacados personajes leales durante decenios al faraón, es posible que para entonces descontentos con la corrupción rampante, de la que la anécdota histórica más conocida es la primera huelga documentada de trabajadores.

Así, entre sus aliados, Tiyi tuvo a Paybakkamen (el jefe de Cámara), con quien presuntamente lideró la trama. Y consiguió también que se juramentaran escribas, miembros de la corte y del ejército, y las cónyuges de los vigilantes de las Puertas del Harén, que actuaron de enlace con los apoyos en el exterior. El harén se convirtió en un hervidero, el centro neurálgico de la conspiración. En él se concretó la muerte del Faraón y la forma de sublevar a la muchedumbre el día del magnicidio para asegurarse el triunfo de la revuelta.

Columnas del templo de Medinet Habu, la grandiosa obra arquitectónica de Ramsés III donde se llevo a cabo la conjura (fotografía: Rémh)

Para afianzar el éxito, escribas confabulados extrajeron libros de magia de la Casa de la vida, el lugar donde se aprendía la ciencia de la magia, y donde se custodiaban los libros con los conjuros mágicos. Se desconoce cómo emplearon los libros, pero sí se sabe que el papel otorgado a la magia fue crucial y que, por el resultado final, algún éxito debieron obtener en el objetivo de debilitar a la escolta del faraón y atentar contra el faraón.

De modo que Ramsés III no pudo eludir el destino que los instigadores le determinaron. Tres milenios después, ya en este mismo siglo XXI y tras el análisis de su momia, se pudo confirmar que el homicidio, efectivamente, se cometió. Aunque no por obra de la magia, sino tras cercenar el cuello tan diestramente, que quedaron seccionados tráquea y esófago.

Pero algo salió mal. Tal vez en el último momento, la conjura fracasó. Y, con prácticamente todo consumado, los traidores fueron arrestados y juzgados.

Sobre los penados cayó el peso de la ley egipcia. Los jueces se eligieron procurando que ninguno de ellos fuera sacerdote, algo insólito para el Egipto de entonces. Lo aprovecharon las mujeres del harén, quienes, buscando la exoneración de sus graves cargos, utilizaron la magia, esta vez de sus cuerpos, para seducir a algunos de ellos en una juerga nocturna de la que también dan fe los papiros. Pero descubierto el ardid, los jueces culpables fueron terriblemente castigados. Les amputaron orejas y narices, de modo que la terrible desfiguración les recordara de por vida su oprobiosa actitud.

Sarcófago de la momia de Ramsés III (fotografía: Ethan Doyle White)

Aunque se dictaron varias decenas de condenas a muerte, para todos el principal castigo, el más terrible, fue impedir el acceso a la eternidad. Sus nombres fueron eliminados de inscripciones y monumentos, evitando así cualquier posibilidad de vida posterior. El esmero fue tal que se desconoce el nombre de la reina, al estar totalmente pulidas las inscripciones en la que aparecía junto a Ramsés III. Lo mismo se pretendió con el resto, incluido el constructor del palacio de Medinet Habu y arquitecto del faraón. Se rebuscó su nombre en pergaminos y obras para eliminar cualquier atisbo que le identificara en las edificaciones realizadas por él durante sus veinticinco años de servicios al soberano.

Pentaur si debió alcanzar el más allá, pero probablemente para penar eternamente por su traición. Durante el análisis del cadáver bien conservado de Ramsés III se acreditó mediante pruebas de ADN que una momia hasta entonces sin filiar era la de su hijo. La momia, perteneciente a un hombre de unos veinte años, posee una estremecedora expresión de horror en su rostro, quizá debido a una muerte espantosa o a ingerir algún doloroso veneno. El correctivo no acabó ahí. Al momificar aquel cadáver no se extrajeron los órganos internos. Y, en vez de fibra vegetal, se utilizó piel animal, considerada impura. Según las creencias de entonces, con estas disposiciones los embalsamadores convirtieron el viaje al más allá del indecible parricida en una perpetua y vejatoria humillación.

©Juan Luque 2021

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